Allí, según los testigos –Julio Anderson recibió aquel día la visita de varios amigos comunes de la pareja, con los que incluso preparó una cena– Piñeiro e Isaac pasaron la tarde encerrados en una de las habitaciones, "se supone que manteniendo relaciones" y realizando esporádicas visitas al baño y la cocina. Esto propició que los invitados de Julio pudieran ver y conversar con el acusado –"en calzoncillos, todo sudado y muy encendido"–, al que también describieron con una actitud "chulesca”, diciendo “cosas sin sentido” y “atacado hasta la médula de coca". Isaac también parecía drogado, según ellos, "pero presentable y funcionable", sin mostrarse violento.

Un crimen atroz perpetrado contra dos homosexuales, ¿es exactamente lo mismo que un crimen homófobo?
Sólo queda una persona viva que conoce exactamente qué ocurrió cuando los últimos amigos de la pareja abandonaron la vivienda. Durante todo el proceso, Jacobo ha defendido la tesis de que las víctimas fueron en realidad sus agresores, y que actuó para defenderse de ellos, desbordado por el pánico a ser violado o asesinado tras rechazar sus propuestas sexuales. Pero las pruebas han demostrado que Isaac y Julio no sólo recibieron de Jacobo 57 puñaladas –35 y 22 respectivamente–, sino que tras provocar las primeras heridas, mortales de necesidad, Piñeiro siguió acuchillando a los jóvenes en dos tandas, la segunda después de haberlos inmovilizado, lo que aumentó «deliberada e inhumanamente» el dolor de ambos.
Posteriormente, el acusado permaneció cinco horas más en el piso, tiempo que utilizó para ducharse, borrar sus huellas y preparar una maleta con objetos personales de los jóvenes para simular un móvil de robo. Antes de irse, Jacobo Piñeiro abrió la espita del gas y prendió cinco focos de fuego en el inmueble: de hecho, la sentencia de 2009 lo condenaba a 20 años de prisión únicamente por el delito de incendio.
Carzam/ MensGo
(vía El País del 25-09, La Voz de Galicia del 17-09 y El Mundo del 18-09-2010)